Por John Cheever
Generalmente siento una fatiga clínica después de acabar un libro. Cuando terminé mi primera novela, The Wapshot Chronicle, estaba muy feliz. Nos fuimos a Europa y nos quedamos allí, de modo que no vi las reseñas y durante diez años no supe que Maxwell Geismar la había desaprobado. El “escándalo Wapshot” fue diferente. Nunca me gustó mucho el libro y cuando se imprimió, yo estaba en baja forma. Quería quemarlo. Despertaba por la noche y oía la voz de Hemingway –en realidad nunca escuché su voz, pero definitivamente era la suya- diciéndome, “Esta es una agonía menor. La gran agonía llega más tarde.” Me levantaba, me sentaba en un brazo de la bañadera y fumaba como una chimenea hasta las tres o cuatro de la madrugada. Una vez le juré a los oscuros poderes que veía en la ventana que nunca, nunca intentaría ser mejor que Irving Wallace.
No la pasé mal luego de Bullet Park, donde hice exactamente lo que quería: un reparto de tres personajes, un estilo de prosa simple y resonante, y una escena en la que un hombre salva a su querido hijo del fuego. El manuscrito se recibió con entusiasmo en todas partes, pero cuando Benjamín DeMott lo dejó fuera del Times, todos recogieron sus cosas y se mandaron a mudar. Es simplemente una cuestión de mala suerte con el periodismo y de sobrestimación de mi potencial. De todas formas, cuando acabas un libro, cualquiera sea su recepción, existe un cierto desplazamiento de la imaginación. No diría un trastorno. Pero terminar una novela, asumir que es algo que quisiste hacer y que te has tomado con mucha seriedad, es inevitablemente un shock psicológico.