Por Michael Ende
Cuando nos fijamos un objetivo, el mejor medio para alcanzarlo es tomar siempre el camino opuesto. No soy yo quien ha inventado dicho método. Para llegar al paraíso, Dante, en su Divina comedia, comienza pasando por el infierno. Para descubrir las Indias, Cristóbal Colón levó anclas en dirección a América. Para encontrar la realidad hay que hacer lo mismo: darle la espalda y pasar por lo fantástico. Ése es el recorrido que lleva a cabo el héroe de La historia interminable. Para descubrirse, a sí mismo, Bastián debe primero abandonar el mundo real (donde nada tiene sentido) y penetrar en el país de lo fantástico, en el que, por el contrario, todo está cargado de significado. Sin embargo, hay siempre. un riesgo cuando se realiza tal periplo; entre la realidad y lo fantástico existe, en efecto, un sutil equilibrio que no debe perturbarse: separado de lo real, lo fantástico pierde también su contenido. Eso lo aprende Bastián a su paso por la ciudad de los emperadores destronados. Al haber perdido hasta el recuerdo del mundo real, los habitantes de dicha ciudad del absurdo se ven obligados a desparramar al azar las letras del alfabeto durante todo el año, esperando que, en el transcurso de la eternidad, acaben por aparecer todos los libros del mundo, entre los que se encuentra, claro está, La historia interminable.
Cuando escribo, pretendo descubrirme a mi mismo. Elaborar un plan significaría introducir en el libro lo que ya sé. Mi método consiste en dejarme guiar sólo por imágenes. Si no hago trampas, acabo por darme cuenta de que cada historia tiene una lógica interior y que no puede desarrollarse de otro modo. Es cierto que eso exige una gran concentración que me conduce, a veces al borde de la locura. No supe hasta el penúltimo capítulo de La historia interminable dónde estaba la salida del país fantástico. Me telefoneaba mi editor: “¿Por dónde vas? Hay que llevar el libro a composición”. Yo sólo podía responderle: “No sé cómo terminar la historia”. Después de semanas y semanas encontré de repente la solución: para salir del país fantástico no había que ir hacia las fronteras, sino hacia el centro. Había que tomar el camino del interior. Y, créame, sólo al final me acerqué a Novalis.