Por Antonio Muñoz Molina
Tan inútil como hablar con demasiada gente es leer demasiados libros, porque uno, al final, se queda con los tres o cuatro amigos de todas las horas y regresa o habita en muy pocos libros, en media docena de películas, en una fatigada lealtad a ciertos bares y a ciertos recuerdos que no obedecen a la invocación de la voluntad, sino a una costumbre íntima de la memoria. En la biblioteca del Nautilus hay tantos libros que no bastaría una vida entera para conocerlos todos, pero son muy pocos los elegidos una y otra vez para acompañar las tardes de soledad e indolencia o esa hora plácida de la noche en que el navegante sin nombre suele retirarse a la delicia de entreabrir un libro al abrigo del lecho y descender a sus páginas como se desciende luego al sueño que la lectura preludia. Igual que los amigos del corazón y los desengaños más devastadores, los mejores libros nos suceden en la adolescencia, y su materia, sedimentada por los años y muchos regresos, termina por confundirse con nuestra propia vida. Hablo de Cervantes, de Proust, de Borges, de Juan Carlos Onetti, de Verne, de Edgar Allan Poe, cuyas narraciones de misterio y espanto y de pálida ternura cobraron en mi conciencia desde la primera vez que las leí el mismo aliento de las voces que en una casa remota y nunca olvidada me contaban la historia atroz del castillo de irás y no volverás.