Por Richard Ford
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Cualquiera que haya escrito alguna vez una novela, un cuento o un poema y haya tenido ocasión de conversar sobre su obra con un lector entusiasmado o simplemente interesado, conoce la sensación de incomodidad que producen los intentos del lector de descubrir las conexiones que vinculan el relato con una supuesta «fuente», como modo de iluminar los procedimientos que transforman la vida en arte, o bien de reducir un acto de creación a algún problema de diseño industrial.
En mi caso, con frecuencia esta investigación se centra en el poderoso tema de los niños, específicamente en el de escribir sobre niños y, de modo más acusador, en cómo puedo yo escribir sobre ellos en tal o cual sentido sin tener ni haber tenido nunca un hijo.
Con frecuencia, a mi interlocutor ocasional le resulta sorprendente que pueda escribir de modo convincente sobre niños; aunque la mayoría de las veces la sorpresa no se expresa como halago, sino con un desconfiado tono de sospecha cuyo espíritu es que o bien tengo hijos (en otro condado, tal vez) y me niego a reconocerlo, o bien es forzoso que alguien con autoridad en la materia se avenga a examinar de cerca mis pequeñas invenciones para garantizar que son en realidad tan acertadas como parecen.
Por mi parte, procuro sentirme feliz ante tales cuestionamientos. Después de todo, un extraño ha leído o parece haber leído al menos una parte de alguno de mis libros y haberse conmovido, por lo que le estaré siempre agradecido. Con la misma facilidad, también él o ella pudo haberse conformado con ver Seinfeld. Y en la mayoría de los casos me limito a tratar de sonreír, de reír entre dientes y balbucear algo en el sentido de que yo también fui niño, y si esto no funciona digo algo sobre la cantidad de niños que hay por doquier para observar y estudiar y que mi oficio jamesiano consiste en ser un buen observador. Finalmente, si todo esto sigue siendo insuficiente, digo que si tan difícil fuera escribir sobre niños, yo sería el menos capacitado para hacerlo, pues no soy más listo que el resto de la humanidad.
Pero la verdad —lo único que tengo por verdadero y que sirve de sostén a mis relatos— es que, aun cuando yo también he sido niño, aun cuando hay por todas partes montones de mocosos para estudiar como ratas de laboratorio, y aun cuando no cabe duda de que no soy el hombre más listo del mundo, he escrito mucho sobre niños inventándolos. Los invento a partir de fragmentos de lenguaje, de mis recuerdos, de informaciones periodísticas, de las observaciones que he oído por casualidad a mis amigos y sus hijos, de esto y de aquello, y a veces de nada en absoluto, sino de la placentera voluntad de atribuir algo que pudiera ser interesante en el texto a un niño, y no a un adulto, a un astronauta o a un caballo, tras lo cual un niño, un niño ficticio, comienza a tomar forma en la página como un gesto moral de buena voluntad para con el lector. «”Lo único que quiero para Navidad es saber qué diferencia hay entre qué y cuál‘, dijo el pequeño Johnny, que sólo tenía diez años pero que ya comenzaba a necesitar una disciplina más firme.» Ahí está: ha nacido un niño.
A veces, si me siento presionado o molesto, estoy a punto de decir directamente: Estos pequeños cabrones son invento mío. Eso es todo. Demándeme si quiere. Pero casi siempre una extraña contención me devuelve a mis explicaciones anteriores. Simplemente hay en mí cierta delicadeza que me impide decir: «Estos personajes son inventados; es imposible seguir sus huellas como las de los conejos hasta sus madrigueras. No se los encontrará ahí ocultos.» Es como si defender la invención y su frágil y maravillosa eficacia fuera poco delicado, poco elegante. Y aunque defender la invención no dañe ni contamine sus maravillas (todos sabemos que las novelas son objetos artificiales; parte de nuestro placer estriba en no perder esto de vista), siempre que lo hago me siento intranquilo, no como un mago que de mala gana muestra a un palurdo cómo sacar una moneda de su propia oreja, sino más bien como un párroco local que, al oír una pequeña pero humillante confesión de un amigo, lo perdona con un leve castigo a fin de facilitar el acceso a cuestiones más importantes.
Wallace Stevens escribió en una ocasión que «en la era de la incredulidad … corresponde al poeta proporcionar, en su medida y su estilo, la satisfacción de creer». Y esto lleva implícito cómo me siento con respecto a la invención: personajes inventados, paisajes inventados, rupturas sentimentales inventadas y las posteriores reparaciones. Creo que hay cosas artificiales importantes que resisten un rastreo preciso de sus orígenes y que es una bendición que las haya, pues el hecho de aceptarlas en la literatura (en la que se comportan como sucedáneos de creencias menos aceptables) sugiere que para todos los problemas humanos, para cada situación insoluble, para cada desesperación, tenemos oportunidad de invocar un progreso, una Des Moines donde previamente sólo hubo una apesadumbrada Abilene.
Hace treinta años, en su maravilloso libro El sentido de un final, Frank Kermode escribió: «No es que seamos expertos en el caos, sino que estamos rodeados de él, y equipados para coexistir con él sólo mediante nuestros poderes de ficción.» En mi opinión, no creer en la invención, en nuestros poderes de ficción, sino pensar que todo es rastreable hasta sus orígenes, que el conejo debe finalmente estar esperando en la madriguera, es (por irremisiblemente erróneo) una receta segura para acabar en las borrascas de la decepción y un pequeño pero innecesario reproche a la capacidad salvadora de la humanidad para imaginar lo que podría ser mejor y luego, con sana esperanza, buscarlo.
*Publicado originalmente en la revista Granta 62 en 1998. Traducido por Marco Aurelio Galmarini para el libro Flores en las grietas. Autobiografía y literatura (Anagrama, 2012)