Por Virginia Lema
Hoy escribir es un arte de saberes y estrategias, de humildad y saña, de esfuerzo y creación. Cuando no era más que un acto de fe, cuando no había temor ni vergüenza, sólo éramos la vieja carpeta marrón, el verano y yo; y la aventura de creer que se podía. Esa carpeta, con todo lo que atesoraba, vivía en la costa y me esperaba cada diciembre. Estaba deslucida y era anticuada como el mueble del que la rescaté, casi a punto de ser descartada por la abuela. Fue la época en la que escribir se convirtió en un ritual de vacaciones; yo crecía y ella se ajaba y crujía de vieja. Rescatar cada año los borradores que le había confiado era como marcar la estatura en la pared. Su compañía me refugiaba en horas vespertinas, calmando la adrenalina de la playa y mitigando la lejanía de mis padres.
Cuando la abuela nos dejó, también perdimos la casa costera y los veranos se mudaron a otros destinos impersonales. Es cierto que la escritura se quedó conmigo, pero sin el amparo de mi querida carpeta.
A veces me gana la nostalgia y evoco en sueños aquel momento singular que mi infancia repetía todos los años.
Recorro el pasillo largo y fresco y, ya en el dormitorio grande, logro abrir el cajón de abajo del armario, hinchado por la humedad; encuentro la carpeta marrón de cuero rugoso y gastado, con el cierre casi oxidado, donde esperan mis escritos. En la pausa de la siesta disperso las hojas sobre la mesa de fórmica del comedor. Iluminada por la claridad del ventanal que da al pequeño patio, apoyo los pies en el mosaico frío, huelo el papel viejo y me dispongo a escribir con la misma lapicera, si todavía funciona. Las paredes blancas y ásperas, sin adornos, me envuelven como un claustro y la quietud sólo es interrumpida por un sonido metálico, apenas perceptible, causado por mis movimientos en la silla. El tiempo se desliza con lentitud hasta que el aroma a panqueques me recuerda que es hora de merendar. Por las noches, mi cabeza descansa en la misma funda blanca de cada verano y el olor familiar me devuelve a mi cama porteña, cuando la abuela nos visita y duerme conmigo.
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En los meses de junio y julio, durante seis sesiones, un grupo de entusiastas, aunque algo perplejos, participantes se embarcó en un taller sobre Los objetos en viaje. Sí, objetos, comunes, cotidianos, al alcance de la mano o que habitan en los textos que leemos y escribimos sin rimbonbancia o engreimiento.
La experiencia del taller reveló la potencia de estos objetos, su voz, sus lugares, afinidades, sentidos, diseminaciones, alegorías. Se tomaron los textos. No quisieron volver a vivir tapados en las esquinas. Casi casi que nos convirtieron en su instrumento.
Aquí, entonces, algunos de estos textos que disfrutamos.
Cynthia Rimsky