Foto: Sebastián Pizarro
Por Cynthia Rimsky
Algunas tardes, que no camino en dirección al tranque o a Infiernillo, retrocedo hacia Lo Muñoz. A la orilla del camino hay una casa museo residencial con un par de mesas en la terraza donde beber una cerveza helada y contemplar a la gente ir y venir del almacén que está al frente. Una de las desventajas del campo es que al caer la noche no hay lugar al cual ir; los lugareños se encierran en la casa y en el televisor; ahora último arriendan videos. La otra desventaja es el conservadurismo. Se es mujer de la casa, de la iglesia o desvergonzada. Se es casada, madre soltera o prostituta.
Es a la entrada, en Quilimarí, donde el valle alcanza su mayor amplitud. Hacia el interior se va angostando hasta que las copas de álamos y sauces, que crecen a ambos lados del río, casi se tocan, y solo vuelven a separarse en el tranque Culimo. Por los breves terrenos planos corren napas de las que se saca agua para plantar paltos, olivos y abrevar el ganado. Los terrenos en los cerros beben de las quebradas o de pozos profundos.
La sobrevivencia del valle pende de un hilo de agua. Si se corta, no hay cultivos, animales, lugareños, y, aunque en otras quebradas también preocupa la sequía, aquí preocupa el doble porque el valle no nace de la Cordillera para recibir el deshielo. Solo tienen el agua lluvia que recogen en el pequeño tranque de Culimo. Este invierno llovió, no así los tres anteriores. Las napas se están secando por causa de las cuantiosas plantaciones de arándanos, olivos y paltos que cultivan empresarios venidos de afuera con capital para invertir en pozos profundos y convertir las secas colinas en plantaciones de alto rendimiento.
Las plantaciones trajeron empleo, pero consumen el agua. El dinero que se gana en el trabajo que antes no existía, se gasta en comprar lo que antes se producía en casa. Lo mismo en Quilimarí, Caimanes, Chincolco. La ley pertenece al más fuerte y, aunque los lugareños están organizados en comités de agua, no se plantean regular el consumo. Hay rumores de abusos, pagos, rencillas, nada se dice a viva voz. Tampoco se dice a viva voz que la mujer es de la casa, de la iglesia o desvergonzada, pero todos saben.
A dos casas de la mía hay una iglesia evangélica. Tarde por medio veo acercarse una columna de guerrilleros que atraviesan el valle a pie con el Libro en la mano. No desmayan, no se dejan vencer por el tedio, la duda, el calor, el frío. Las mujeres llevan el cabello largo, liso y lustroso; visten una falda recta larga, blusa de color claro, y chaleco abotonado. Las jóvenes se ven como se verán de casadas y de viejas. Las que no van a la iglesia van al almacén. La tasa de madres solteras es enorme. Por la noche escucho a los hombres dirigirse a la cantina donde atiende la mujer que los hace beber. En la parte de atrás están los cuartos sin ventanas. Los dueños de la cantina cobran comisión a la mujer por lo que ocurre en los cuartos y le dan comisión por los tragos que los clientes le invitan y que ella bebe disueltos en agua.
Un poco más allá, en la casa de mi vecina de carne y hueso vive de allegado un adolescente, hijo ilegítimo de un campesino adinerado y de una joven que trabajó en las tareas domésticas de su casa. Mi vecina está ayudando al adolescente a reclamar sus derechos. El padre se negó al examen de ADN y ahora se niega a pagar una pensión retroactiva. La esposa se niega a que sus hijas lo conozcan y, para defender el patrimonio que les corresponde, transfirió los bienes familiares a su nombre y al de sus hijas. Semanas después me enteraré que la madre del adolescente es mi vecina, quien mantuvo oculta su maternidad hasta que vio una posibilidad de sacar dinero y tomar venganza del hombre que la abandonó.
Por todas partes se propaga la moral. No la ética. Me lo refrenda el chofer del camión cisterna que dejó a su mujer y a los hijos para venir a construir un camino por el que nadie transita. Alquila una habitación en Lo Muñoz y por las tardes se aburre. Podría encontrar un trabajo donde ganara más, pero aquí está lejos de su esposa. La vida en común se ha vuelto insoportable y, si no se separa, es por lo hijos que no ve. Ha tenido otras mujeres. Una vez hasta pensó irse con una, pero cuando la pasión se acabó, le pareció que no tenía sentido dejar a una por otra.
La ruta que sigue entre las mujeres se parece a las vueltas que da en el camión, entre el río y el camino por el que nadie transita. Él me cuenta que la empresa constructora saca el agua que necesita para hace el camino del río. Eso, a pesar que el Estado le paga por comprar agua a privados. Si alguien del valle se opone, compran su silencio con un par de peones y una máquina que les perfora un pozo. El chofer saca la cuenta: dos camiones cisternas, cuatro viajes diarios por un año, millones de metros cúbicos de agua.
Los inspectores ven las mangueras en el río y siguen de largo. Los lugareños ven pasar los camiones cisternas y dan vuelta la cara. Las plantaciones de olivos, paltas y arándanos crecen sin control y todos miran para otro lado. Al único lado al que miran es a la quebrada vecina. Cuentan esperanzados sobre un proyecto del gobierno para desviar agua desde Caimanes hasta aquí. Los campesinos tendrían que aportar un millón de pesos cada uno. Ninguno dice cuántos años llevan hablando del proyecto que nunca se concreta. Mientras tanto, las napas se secan y las mujeres son de la casa, de la iglesia, o unas desvergonzadas. La moral necesita poca agua y es lo que más crece en el valle. Lástima que la ética necesite abundante agua y cuidados para crecer.