Por Noemí Moreno
Tres adolescentes asesinadas en la década de 1980 cuyos crímenes quedaron impunes, tres chicas que por esos años vivían con sus familias en pueblos del interior. El 16 de noviembre de 1986 Selva Almada tenía 13 años y escuchó una noticia que transmitía la radio: una jovencita de San José había aparecido muerta en su habitación. La habían matado de una puñalada mientras dormía. Sería la primera de una serie de historias y nombres que empezarían a acumularse con el tiempo. Esa percepción del horror, de lo siniestro como parte de lo cotidiano, fue convergiendo, con los años, en la línea argumental del libro: ¿por qué y cómo ocurrieron esos asesinatos? Esa es una búsqueda en la que Almada se incluye no solo como testigo sino como parte de la trama. Desde lo biográfico arma un personaje, una protagonista que se angustia y sale a la búsqueda de un significado para “ese horror que convive bajo un mismo techo” y que la remite a cuando descubrió que su “casa, la casa de cualquier adolescente, no era el lugar más seguro del mundo, adentro de la casa podían matarte”. Más adelante, en las últimas páginas, Almada dirá sobre aquel 16 de noviembre que “ese día se empezó a escribir este libro”.
Tanto las chicas muertas como la protagonista se ubican en pueblos de apariencia apacible, donde los habitantes se conocen entre sí o están unidos por lazos familiares; pueblos en los que, al decir urbano, “nunca pasa nada” y “donde todos saben pero no dicen”. Lugares que se tornan fantasmales a ciertas horas, cuando las personas se refugian en sus casas porque el calor es intenso. O simplemente para dormir la siesta.
Son estos recuerdos, las historias oídas, las experiencias propias y familiares, las que se articulan con el tiempo de la época, con el ámbito rural en que acontecieron, incluyendo las marcas de las creencias que circulan dinámicamente en sus imaginarios. Almada vuelve a los lugares de los hechos, entrevista familiares, vecinos, sospechosos sobreseídos. Chicas muertas tiene también algo de investigación periodística, pero va más allá del expediente al contextualizar la época y dar cuenta de las emociones y reflexiones que la sola información provoca. La novela está escrita con una prosa fluida, que se sostiene en la esencia de ese lenguaje de campo, duro, que roza lo real, escasamente velado, y donde las palabras son lo que dicen, pero también albergan brujas y videntes. Donde ciertos saberes propios y ajenos, traídos como recuerdos, no son más que versiones de sucesos que desnudan la “mirada de la comunidad”, aquella que constituye, explica y construye significados, que permiten, facilitan, pero que también desautorizan.
Así y todo, la lectura de esta novela abre ciertos interrogantes: ¿podría Chicas muertas tomarse como una investigación periodística atípica sobre cuestiones de género, de femicidios, para ser precisos? Almada retrata una cosmovisión y el atractivo está justamente en la forma en que es narrada. La historia crece deslizándose entre el pasado pueblerino, el pasado reciente y las construcciones actuales, sin concesiones a lecturas románticas ni miradas bucólicas.
Escrito en el marco del taller “Cómo leer y por qué”, a cargo de Nicolás Mavrakis.