Por Cynthia Rimsky
Me fugo del Coloquio que se lleva a cabo en una sala de clases de la Universidad de Córdoba, Argentina. No entiendo cómo los demás profesores puede permanecer sentados desde las 9 de la mañana hasta las 7 de la tarde escuchando esa cantidad monumental de palabras; me pregunto si al final del día las palabras les dirán algo, si sus oídos tendrán apertura para que se cuele el grito, el susurro que envuelven; si las paredes de su corazón se logran estremecer con sus ecos.
Me fugo al aire, al sol, a las calles, al rumor de las conversaciones, a la isla encantada del Parque, a la laguna plagada de zancudos, a la glorieta y el puente curvo, tomo un helado, no quiero que las palabras se conviertan en un encierro y me ahoguen; no quiero que callen.
Cuando pregunto qué puedo conocer, me indican la ruta de las iglesias, pero no me interesan las iglesias, he visto demasiadas y magnificentes. En la plaza de Armas está la Feria del Libro, se trata de un largo y angosto pasadizo cubierto por una carpa blanca con forma de U, sin ventanas ni transparencias, donde los libros permanecen cerrados a la gente que pasa por fuera. Al frente de la Plaza está la Catedral, por supuesto, en la puerta el mendigo oficial; imagino cuántos esfuerzos, trámites y hasta cartas le habrá costado aquel lugar vitalicio y cómo estarán afilando los dientes sus herederos. Un cartel invita a los visitantes a subir al campanario previo pago de una entrada. Observo por entre los barrotes al guía y la fila de turistas; el guía habla, los turistas escuchan, el guía señala un punto, los turistas miran.
Sigo de largo. A un costado de la Catedral está el pasaje Santa Catalina, una estrecha y antigua calle adoquinada que evoca las calles de los pueblos pre hispánicos. Frente a la puerta lateral de la iglesia, hay un casa de adobe encalada con la fachada llena de palabras escritas a mano. Pensando que es una biblioteca, entro. Un hombre de rostro afable me queda mirando. Le pregunto si está abierto y asiente. No me hace pasar, no me entrega folletos. Entro a un pequeño cuarto de paredes de adobe y techo alto, con un escritorio de madera, como los que se siguen usando en las comisarías de barrio en Chile, y una máquina de escribir. Un cartel dice: Policía. Me entero por la leyenda que estoy en el Departamento de Informaciones de la policía de Córdoba “D2”. Esta es la habitación donde se identificaba a los detenidos políticos que la policía sacaba de sus casas. Vuelvo confundida al pasillo. A los costados hay dos asientos hechos en obra, donde esperaban los detenidos vendados a que los policías decidieran si los hacían desaparecer, los dejaban detenidos allí, los llevaban a otro campo o los torturaban. En unos pequeños textos hay narraciones de los que sobrevivieron. Uno habla del frío del cemento, otro hace hincapié en el peldaño que separa el pasillo del patio, de cómo los policías reían al verlos tropezar. Un tercer testimonio recuerda la parte en la que el techo era demasiado bajo. Entro al siguiente patio y me encuentro con ropas, libros, un mate, una bombilla, donados por las madres de los desaparecidos.
En la siguiente, hay álbumes que cuentan la historia y las fotos de los jóvenes detenidos y desaparecidos por la policía, fueron confeccionados por las madres o los hermanos, para que los visitantes sepamos algo de ellos. Entro al último patio, a las minúsculas celdas sin luz. En los muros todavía quedan algunas palabras que fueron rascadas directamente en la pintura.
No sé cuánto tiempo ha transcurrido, tengo la sensación de que estoy muy lejos, no solo de la ciudad, también en el tiempo. Al levantar la cabeza hacia el cielo, me encuentro con que estoy frente al campanario de la Catedral, al que los turistas ya subieron. Todo lo que aquí ocurría, las torturas, las desapariciones, las humillaciones, ocurría al frente de la Catedral, mientras el mendigo pedía limosnas, los buenos ciudadanos se confesaban y los sacerdotes decían misa. No solo eso. Cuando salgo al pasaje nuevamente, descubro que estoy a menos de cincuenta metros de la Plaza de armas. Parece imposible que todo esto sucediera mientras los demás –nosotros- pasábamos por aquí. Es mas, creo que eso ocurrió solo porque nosotros seguimos pasando despreocupadamente por la plaza, por la Catedral…
Recuerdo que al llegar a Cracovia quise ir a ver el ghetto y el muro. Siguiendo las indicaciones del mapa, me encontré con una larga avenida, como Providencia, por la que pasaba el tráfico entre la ciudad nueva y la vieja. A un costado había un muro mucho más bajo que los muros que protegen muchas casas de Santiago, detrás de ese muro estaba el guetto.
El problema es lo que ocurre adentro ocurre junto a los que estamos afuera, junto a la sala de clases, a la Catedral, al mercado, a la plaza, al café. Un cartel que no había visto al entrar al pasaje dice que el callejón de Santa Catalina ha servido desde 1750 como lugar de represión, tortura y muerte. Desde 1750 han estado pasando personas por allí.