Editorial de la revista El Ansia N°4, dedicada a Eduardo Muslip, Miguel Vitagliano y Pedro Mairal, que se presenta este jueves 7 de diciembre a las 19 hs. en Librería del Fondo Arnaldo Orfila Reynal (Costa Rica 4568, C.A.B.A.), con la participación de Hebe Uhart, Aníbal Jarkowski y Hernán Ronsino. La entrada es libre y gratuita.
Por José María Brindisi
La del estilo es una discusión siempre viva. Pocas palabras, en literatura, tan venenosas, tan peligrosas en cuanto a la comodidad que representan. Pocos términos se vuelven con demasiada frecuencia tan falsamente obsequiosos o autoindulgentes cuando se trata de medir alcances, perspectivas, ambiciones. El estilo es una trampa dulce, a veces, una red consciente o inconsciente, o para utilizar una denominación hoy muy en boga: una zona de confort. El estilo es desde luego todo en literatura, si se entiende por estilo eso que no es pura forma ni fuegos de artificio sino el triunfo de la escritura, el del lenguaje y el tono y la construcción de sentido que va mucho más allá de la linealidad de la peripecia, de la causalidad argumental; es eso que se apropia de la historia, la transforma, la potencia, se entrevera con ella para crear la ilusión de que aquello que se nos cuenta no podría existir de ningún otro modo, bajo ninguna otra máscara. Es, en verdad, y a propósito de ello, la derrota de la máscara, porque ya no la hay. No es algo que embellezca a la cosa, sino la cosa misma.
Pero el estilo puede ser, también, una suerte de velocidad crucero, algo que nunca se discute a sí mismo, un abanico estático. ¿Qué es el estilo, en escritores como Onetti o Burgess, sino una multiplicidad irreductible de elementos, nunca del todo idénticos, que solo pueden ser escenificados con certeza por su propia escritura? Con esa modestia ridícula –pero encantadora- que nadie que no hiciese alarde de ingenuidad podía comprarle, Borges sostenía que el estilo era algo que con toda naturalidad le dictaba el tema de cada relato; Borges, digo, que logró el prodigio de que autores como Chesterton, Kafka o Bloy nos suenen inevitablemente borgeanos sin parecerse entre sí. Decimos que unas pocas líneas alcanzan para reconocer a Woolf o Faulkner o Saer, pero esa previsibilidad es algo que le reprochamos a cualquier autor con menos espalda. ¿Cuántos escritores han logrado convertirse, a propósito de ello, en un adjetivo que pueda decodificarse sin exprimir el cerebro en exceso? ¿Acaso alguien sabe qué es ser joyceano o proustiano? ¿Y nabokoviano? A no ser que se trate de intentar todo, de trabajar con todos los materiales disponibles, o bien el noble desafío de convertirse en el mayor autor de un par de lenguas a la vez, es un adjetivo para mí tanto o más enigmático que la retorcida mente de sus protagonistas.
Al margen entonces de la ambivalencia con que el término estilo pueda ser considerado, acaso el punto de encuentro más apasionante del nuevo número de El Ansia resulte de las tres encarnaciones tan singulares y diferentes de algo así como un no estilo que representan Miguel Vitagliano, Pedro Mairal y Eduardo Muslip. Son, cada uno a su modo, tres autores que jamás cabalgan sobre la literatura, jamás permiten que los atrapemos jugando con sus condimentos como si se tratase de una receta televisada. Como suele decirse, son tres estilos que parecieran no tener costuras, así de apabullante es el efecto naturalizador que provocan en el que lee; una lectura que a menudo transita la angustia o la conmoción, o se pierde en pasajes epifánicos sin apartarse ni por un segundo del texto, es decir sin detenerse en las efervescencias de la pluma o aplaudir la pericia de ese que está detrás y que debería permanecer saludablemente invisible. Es eso, en rigor: tres escrituras invisibles, que fluyen dentro y no fuera de sus historias, y que pese a su aparente intangibilidad poseen una demoledora carga poética.
Vitagliano, con una obra ya largamente consolidada, es un artesano imperceptible, mucho más flaubertiano que jamesiano –si nos remitimos a sus fuentes- en las infinitas modulaciones de la tercera persona, en su maestría en algún punto documental para contar lo que parece estar ahí desde mucho tiempo antes, y entonces volverse inevitable, contundente, tan irrevocable como un destino. Muslip, en ese preciosismo sin alardes que su escritura construye como si tejiera, es un observador de la intimidad como pocos, alguien que entre muchas otras tiene la virtud de revelar capas y capas de sentido cuando creíamos que ya no quedaba nada. Mairal, por último, es un fundamentalista –con escasas excepciones- de la primera persona, y resulta sorprendente ver la diversidad de tonos que despliega desde esas voces y cómo a la vez siempre logra un halo de familiaridad, de cercanía, como si ya estuviésemos ahí, sobre sus hombros. Tres escrituras que, cada una en su propia clave, despliegan sus armas en silencio, demostrando que lo poético en literatura no es casi nunca un camino directo sino bastante más que la suma de las partes.
La elección de esta nueva tríada está relacionada con diversos recorridos, y asimismo con determinadas contingencias. Los tres apellidos estuvieron en danza en alguno de los números previos, pero diversas razones hicieron que quedaran “postergados”. Los tres contaban con entusiasmos bien manifiestos dentro del equipo de la revista, por lo que su desembarco en estas páginas era cuestión de tiempo.
El caso de Miguel Vitagliano era, en lo personal, especial como ninguno. No voy a aburrir reiterándome en lo que un texto incluido en su dossier contará ya a su modo, pero como mínimo diré aquí que nos conocemos desde hace casi treinta y cinco años, es decir la mayor parte de nuestras vidas. Vitagliano fue algo así como mi padrino, un mentor, alguien que insertó en mí desde muy chico –entre muchas otras- la idea de que había, en la relación con un maestro, y pese a que entonces él era poco más que un adolescente, un vínculo privilegiado, que no se parecía a ningún otro. Es posible que ciertas variables acaso potenciaran ese vínculo, o mejor dicho su influencia en mí; ninguna de ellas oculta el hecho de que Vitagliano, Miguel, es una de las personas más brillantes y contagiosas y generosas con las que me he cruzado. Entró a mi vida cuando yo era apenas más grande que lo que ahora es mi hija Franca, y sin él nada hubiese sido igual, o directamente no hubiese sido. Si no fue parte de los números previos de El Ansia –en verdad sí: nos entregó en su momento un bellísimo texto sobre Alberto Laiseca-, aunque es preciso recordar que la revista jamás persigue la intención de proponer un canon, fue solo porque yo mismo veté su nombre. Prefería que esa elección obvia para mí, omnipresente, que desde ya no precisaba de nuestra cercanía para imponerse, llegara algo más tarde; evitar en ese caso la autorreferencialidad hasta que la casa llevase, digamos, algún tiempo habitada.
Compañeros de generación, mi conexión con Muslip y Mairal es bien antitética. Con el primero nos conocemos desde hace más de veinte años, cuando él ganó un mítico concurso en el que yo salí segundo. No le tuve ningún rencor; no solo porque su cuento era buenísimo, sino porque de allí en más cada persona que me lo mencionaba lo hacía con un amor viral, y más que tomarme revancha lo que sentía eran ganas de hacerme amigo suyo. Algo parecido, leve pero consistente, hemos desarrollado durante todo este tiempo, con algún episodio en el medio que me generó un remordimiento persistente y que él, con la inteligencia y sensibilidad que destila como si fuese la cosa más sencilla del mundo, se encargó de despejar.
Aunque se trate de un medio chico que a veces recuerda a la vecindad de El Chavo, no me había cruzado con Mairal hasta que le hiciéramos formalmente la propuesta de invadirlo durante todo un año. Ciertos reacomodamientos internos hicieron que me tocara participar más que otras veces en el seguimiento de los autores. En este caso, si bien para mí fueron apenas unos pocos episodios, acercarme a Mairal resultó revelador: no solo por el placer de la conversación y por la posibilidad de entrar en su mundo, sino porque además me obligó a sumergirme en una obra que conocía incompleta y que tenía mucho para decir.
A propósito de los reacomodamientos que acabo de mencionar, Lara Segade y Edgardo Scott ya no forman parte del equipo estable de la revista, aunque no tengo dudas de que de uno u otro modo regresarán a estas páginas. Ojalá que así sea. No puedo más que agradecerles el trabajo conjunto, el afecto, la dedicación, la amistad. En sus lugares, Florencia De Felippe y Fernando Form empiezan a escribir su historia con nosotros, y yo que soy hombre de intuiciones tengo la sensación de que no pudimos haber estado más acertados.
Por último, el número 4 de El Ansia está dedicado a Ricardo Piglia, Abelardo Castillo, Alberto Laiseca y Andrés Rivera. Queda un agujero enorme sin ellos. Salud, maestros, y buen viaje.