Por Cecilia Sorrentino
En “Mi oficio” (Turín, 1949), Natalia Ginzburg dice que cuando escribe historias se siente en su tierra, “en calles que conoce desde la infancia y entre muros y árboles que son suyos”. En cambio, si escribe un ensayo de crítica o un artículo de encargo para un periódico tiene siempre la sensación de tomar palabras robadas. “Y sufro y me siento exiliada”. Sabe que escribir es su oficio y esta convicción no guarda ninguna relación con la calidad de su escritura. No le asegura más que esa realidad: escribir es su oficio.
¿Y cuál es, según ella, la fuente de la que surgen sus historias? N.G. piensa que lo que recuerda y lo que inventa, es decir, la memoria y la fantasía.
Cuenta que tenía 17 años, había desaprobado latín, griego y matemáticas y estaba apenada por eso. Una noche de ese verano escribió un cuento que reconoció como la primera cosa seria que escribía y repentinamente se sintió feliz. “Como nunca en mi vida, y rica de pensamientos y de palabras. El hombre se llamaba Maurizio y la mujer se llamaba Anna, y el niño, Villi, y también estaban el puente, la luna y el río. Esas cosas existían en mí”. Es decir: aquel cuento era una invención de su fantasía pero estaba hecho de “cosas” que existían en ella porque pertenecían a su memoria.
Entonces descubrió algo más: escribir cansa. Las cinco o seis páginas del cuento que escribió en una noche la habían fatigado.
Se sentía cansada, y feliz, a pesar del reciente fracaso escolar. Ella lo explica así: “Cuando uno escribe algo serio, se mete dentro, se hunde hasta el fondo y, si es muy feliz o muy infeliz por algún motivo, digamos terrenal, que no tiene nada que ver con lo que está escribiendo, entonces, si cuanto escribe es válido y digno de vivir, cualquier otro sentimiento se adormece…. Uno no puede esperar conservar intacta y fresca su querida felicidad, o su querida infelicidad, todo se aleja y desaparece, y se queda solo con su página”.
Ginzburg avanza un paso más en esta dirección y nos advierte: si uno puede escribir a la ligera y no se cansa; si permanecen intactos los sentimientos del propio presente “terrenal”, entonces, es muy probable que “la página que uno ha escrito no valga nada”.