Por Robert Louis Stevenson
“Competir con la vida”, cuando ni siquiera podemos mirar cara a cara el sol, cuando sus pasiones y enfermedades nos consumen y matan; competir con el sabor del vino, con la belleza de la aurora, el ardor del fuego o la amargura de la separación y la muerte, equivale en verdad al proyecto de escalar el cielo […]. Todo el secreto reside en que ningún arte “compite con la vida”. El único método del hombre, en sus razonamientos o en sus creaciones, consiste en entrecerrar los ojos ante el deslumbramiento y la confusión de la realidad […]. Pues al cúmulo de impresiones vigorosas aunque discretas que la vida ofrece, el escritor le sustituye una serie artificial de impresiones, sin duda más débilmente representadas, pero que apuntan a producir el mismo efecto, repicando todas a la vez como las notas armónicas en música o como los matices graduados de un buen cuadro. En cada capítulo, en cada página, en cada frase de la novela bien escrita resuena repetidas veces el pensamiento creativo dominante; a ello deben contribuir todos los incidentes y personajes; y el estilo debe acordarse al unísono con él; y si en algún momento una palabra está fuera de lugar, sépase que el libro sería más convincente, diáfano y (casi habré de decir) denso si se prescinde de ella. La vida es montruosa, ilimitada, absurda, profunda y áspera; en comparación con ella, la obra de arte es ordenada, precisa, independiente, racional, fluida y mutilada. La vida se impone por la fuerza, como el trueno inarticulado; el arte seduce al oído, en medio de los ruidos infinitamente más ensordecedores de la experiencia, como una melodía construida artificialmente por un músico discreto […]. La novela, obra de arte, no existe por sus semejanzas con la vida, forzadas y materiales, como ese zapato que sigue siendo un trozo de cuero, sino por su diferencia inconmensurable, significativa y reelaborada, y que es a la par el método y el significado de la obra.
Fuente: Calle del orco