Por Jorge Luis Borges
“Antes de haber escrito una línea, yo sabía, de un modo misterioso y, por eso mismo, indudable, que mi destino era literario. Lo que yo no supe al principio es que, además del destino de lector —que no me parece menos importante que el otro— tendría también el destino de escritor”.
“Porque creo que un escritor no debe intentar nunca un tema contemporáneo, ni una topografía muy estricta. Porque inmediatamente van a descubrir errores. O, si no los descubren, van a buscarlos, y, buscándolos, los encontrarán. […] De modo que creo que conviene cierta lejanía en el tiempo y en el espacio. Además, creo que la idea de que la literatura trate de temas contemporáneos es relativamente nueva. Si no me engaño, la Ilíada se habrá escrito dos o tres siglos después de la caída de Troya. Creo que la libertad de la imaginación exige que busquemos temas lejanos en el tiempo o en el espacio, o si no, como están haciendo los que escriben ficción científica ahora, en otros planetas. Porque si no, estamos un poco trabados por la realidad y la literatura se parece ya demasiado al periodismo”.
“Desde luego creo en la literatura psicológica, y creo que toda literatura en el fondo lo es. Los hechos son facetas o modos para mostrar un personaje. […] Me parece que la literatura debe ser psicológica y debe ser imaginativa”.
“Creo que cada año uno oye cuatro o cinco anécdotas muy buenas, precisamente porque han sido trabajadas. Porque es un error suponer que el hecho de que sean anónimas signifique que no hayan sido trabajadas. Al contrario: creo que los cuentos de hadas, las leyendas, incluso los cuentos verdes que uno oye, suelen ser buenos porque, a medida que han pasado de boca en boca, se los ha despojado de todo lo que pudiera ser inútil o molesto. De modo que podríamos decir que un cuento popular es una obra mucho más trabajada que un poema de Donne o de Góngora o de Lugones, por ejemplo, puesto que, en el segundo caso, la obra ha sido trabajada por una sola persona, y, en el primero, por centenares”.
“Yo recuerdo que, cuando empecé a escribir, nunca pensábamos en el éxito o en el fracaso de un libro. Lo que se llama éxito ahora, no existía entonces. Y lo que se llama fracaso, se descontaba. Uno escribía para uno mismo, y, acaso, como decía Stevenson, para un pequeño grupo de amigos. En cambio, ahora se piensa en la venta, sé que hay escritores que anuncian públicamente que han llegado a la quinta, a la sexta o a la séptima edición, y que han ganado tanto: todo eso hubiera parecido totalmente ridículo cuando yo era joven. O, mejor dicho, más que ridículo hubiera parecido increíble. Se hubiera pensado que un escritor que habla de lo que gana con sus libros, lo hace como diciendo: “Yo sé que lo que yo escribo es malo, pero lo hago por razones comerciales, o porque tengo que mantener a mi familia”. De modo que yo veo esa actitud casi como una forma de la modestia. O de la mera tontería”.
“Es que la obra de un escritor está hecha de haraganerías. El trabajo esencial del escritor consiste en distraerse, en pensar en otra cosa, en fantasear, en no apresurarse para dormir, sino imaginar algo… Y luego viene la ejecución, que ya es el oficio. Es decir, no creo que sean incompatibles las dos cosas. Además, creo que cuando uno está escribiendo algo más o menos bueno, uno no lo siente como una tarea, lo siente como una distracción. Una distracción que no excluye la inteligencia, como tampoco la excluye el ajedrez, que me agrada mucho y que me gustaría saber jugar —siempre he sido un mal ajedrecista”.
“La imagen que yo dejaré cuando me haya muerto —que ya dijimos que eso es parte de la obra de un poeta, y, quizá, la más importante—, no sé exactamente cuál será, no sé si me verán con indulgencia, con indiferencia o con hostilidad. Desde luego, eso me importa muy poco ahora: lo que sí me importa no es lo que he escrito sino lo que estoy escribiendo y lo que voy a escribir. Y creo que eso le ocurre a todo escritor. Dijo Alfonso Reyes que uno publicaba lo que había escrito para no pasarse la vida corrigiéndolo: uno publica un libro para dejarlo atrás, uno publica un libro para olvidarlo”.
“Yo le aconsejaría a ese joven imaginario que estudiara los clásicos; que no tratara de ser moderno, porque ya lo es; que no tratara de ser un hombre de otra época, de ser un clásico, porque, indudablemente, no puede serlo, ya que irreparablemente es un joven del siglo XX. Y luego, al cabo de un tiempo, le aconsejaría también el estudio de los clásicos de nuestra lengua”.
Fuente: Sorrentino, Fernando, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, El Ateneo, Buenos Aires, 2001.