Por Ray Bradbury
Garra. Entusiasmo. Cuán raramente se oyen estas palabras. Qué poca gente vemos que viva o, para el caso, crea guiándose por ellas. Sin embargo, si me pidiesen que nombrara los elementos más importantes del carácter de un autor, aquello que da forma a su material y lo impele hacia donde quiere ir, sólo podría advertirle que pusiera atención a su garra, que se fijara en su entusiasmo.
Ustedes tienen su lista de autores favoritos. Yo tengo la mía. Dickens, Twain, Wolfe, Peacock, Shaw, Molière, Jonson, Wycherly, Sam Johnson. Poetas: Gerard Manley Hopkins, Dylan Thomas, Pope. Pintores: El Greco, Tintoretto. Músicos: Mozart, Haydn, Ravel, Johann Strauss (!). Pensar en estos nombres es pensar en garras, apetitos, entusiasmos grandes o pequeños pero siempre importantes. Pensar en Shakespeare y Melville es pensar en truenos, relámpagos, viento. Todos conocían el gozo de crear en formas amplias o reducidas, en telas ilimitadas o estrechas. Son los hijos de los dioses. Sabían divertirse trabajando. No importaba si de vez en cuando crear era difícil, qué tragedias o enfermedades les afectaban la vida más íntima. Las cosas importantes son las que nos llegaron de sus manos y sus mentes, y están llenas a reventar de vigor animal y vitalidad intelectual. Nos transmitieron sus odios y desesperaciones con una especie de amor.
Miren ustedes las elongaciones de El Greco y díganme, si pueden, que su trabajo no lo hacía feliz. ¿De veras pretenderán que el Dios creando a los animales del universo de Tintoretto se basa en algo menos que «diversión» en el sentido más amplio y más enteramente comprometido? El mejor jazz dice: «Voy a vivir siempre; no creo en la muerte». La mejor escultura, como la cabeza de Nefertiti, no cesa de repetir: «El Hermoso estuvo, está y estará aquí para siempre». Cada uno de los hombres que mencioné atrapó un fragmento del mercurio de la vida, lo congeló para siempre y, en el ardor de su creatividad, se volvió a señalarlo y exclamar: «¿No es cierto que es bueno?». Y era bueno.
¿Qué tiene que ver todo esto con escribir el cuento de nuestra época?
Sólo lo siguiente: si uno escribe sin garra, sin entusiasmo, sin amor, sin divertirse, únicamente es escritor a medias. Significa que tiene un ojo tan ocupado en el mercado comercial, o una oreja tan puesta en los círculos de vanguardia, que no está siendo uno mismo. Ni siquiera se conoce. Pues el primer deber de un escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos. Sin ese vigor, lo mismo daría que cosechase melocotones o cavara zanjas; Dios sabe que viviría más sano.
Fuente: Bradbury, Ray, Zen en el arte de escribir, Minotauro, Barcelona, 2005.