Por Peter Handke
Tal vez un buen orador cuando está solo, como Flaubert, grita por la noche el ritmo de sus frases. Pero a mí me ocurre lo contrario: cuando escribo me vuelvo completamente mudo, mis labios ni siquiera se mueven. La escritura es silencio. Aunque “silencio” no es la palabra adecuada, más bien diría que me callo. Confío en el ritmo de la escritura que no es el de la lengua oral, el de la boca; al contrario. Para mucha gente, la literatura es algo hablado; para mí, la literatura es algo escrito, un gran misterio, pero tampoco es algo ideológico defender esto. Ocurre así conmigo: me quedo mudo cuando escribo. Ni siquiera soy un orador nocturno como el señor Flaubert en Rouen. Cada escritor es una variante, un caso especial. Digo “caso” porque escribir no es algo normal. Hoy todo es normal, pero escribir es algo, no diría sagrado, sino más bien criminal. Entre lo sagrado y lo criminal. En todo caso, a mi parecer, no hay nada natural en escribir.
(…) ya no puedo escribir frases cortas, me parece una escritura por completo falseada. Prefiero contar con frases largas, a la manera de los vaqueros que enredan con su lazo. A veces me digo si en el fondo se trataba de eso, dejar de creer en las frases cortas tras cinco décadas de escritura. Hoy, con todo libro que abro, encuentro tres frases cortas… y no puedo leerlo pues no hay nada que leer. Ya que leer es una expedición, una aventura, entrar en algo, como Dante en el bosque oscuro y tal vez después, al final, encontrar una luz. El problema en la actualidad es que se trivializa todo. Siempre hay varios sentidos en una frase y tendemos a neutralizar lo que es complejo, es decir, lo que es magnífico y vivo. Ese tipo de libros que, de hecho, no deberíamos ni siquiera llamar así, se vuelven ilegibles.
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Palabras que enmudecen.