Por Cynthia Rimsky
Hace muchos años estuve en la isla del Sol, en el lago Titicaca, Bolivia. Cruzamos en una endeble embarcación que apenas sacaba la nariz para respirar por sobre las olas, porque a pesar de ser un lago, cuando corre viento, las aguas se ponen bravas y nada tienen que envidiarles a sus colegas del mar. En esa época –casi 30 años atrás- no existían pensiones, muchos menos hoteles. Uno alojaba y comía en la casa de los isleños. No solo se retribuía la hospitalidad con dinero, también ayudando en pequeños trabajos en el campo o entregándoles objetos que, en la paz de la isla, nos eran superfluos y que a los isleños, acostumbrados a la paz, les proporcionaban una novedad. Recuerdo especialmente un paseo que hice sola de punta a punta. Comencé en la mañana. A quien encontraba en el camino le decía Buenos días y él o ella me devolvían el saludo; siguieron las buenas tardes y hasta las buenas noches. Cuando regresé, había reunido más saludos que en meses de caminar por mi propio barrio.
Quince años más tarde me visitó en Santiago una amiga que conocí en Eslovenia y le propuse ir a Bolivia en el tren que corría desde Calama, no ya hasta Oruro, pero hasta Uyuni, donde abordamos un bus. Llevaban varios años de sequía y me sorprendió que las terrazas que sabiamente se arrimaban a los cerros, estuviesen invadidas de pedruscos y muchas casas de adobe, vacías. Cuando llegamos a Copacabana, además de las lanchas habían catamaranes. Para lo que antes resultó tan fácil; abordar un bote de pescadores, desembarcar en la isla, preguntar quién podía alojarnos, compartir con una familia, ahora se necesitaba una agencia de turismo, una empresa naviera, guías, reservas.
La isla del Sol estaba, como Copacabana, llena de hoteles, pensiones, hostales, restaurantes y, en un sector privilegiado, mansiones de veraneo de personas adineradas de La Paz. A la mañana siguiente salimos a caminar. Los isleños no contestaron a mis saludos. Unos niños cobraron a la eslovena por las fotos. Comenzó a llover con tal fuerza que buscamos refugio. Un joven nos invitó a cobijarnos bajo el alero interior de su casa. Al despedirnos, mi amiga les prometió enviarle las fotografías, pero el joven nos cobró cinco dólares por el alero.
Cansadas de la caminata, a tres kilómetros del muelle principal, nos sentamos en una ladera. Más abajo, en la orilla, había un embarcadero. Vimos acercarse una nave que imitaba una piragua gigante pero, en vez de palas, utilizaba motor. Una docena de isleños en jeans bajaron a tierra y se sentaron a esperar. Desde Copacabana se aproximó un gigantesco catamarán con los vidrios polarizados. Cuando faltaban escasos kilómetros para que llegara, los isleños cambiaron sus jeans por taparrabos, pintaron su cuerpo con tierra de color y se encasquetaron un armazón de plumas sobre la cabeza. Mientras unos escondían el motor, otros sacaron las palas para remar. El barman preparó los tragos y los demás alistaron la coreografía musical. Cuando el catamarán gigante atracó en el muelle, los “indígenas” ayudaron a los pasajeros a cruzar a la piragua, repartieron los tragos coloridos, bailaron y cantaron, mientras los demás comenzaban a remar con las palas los tres kilómetros que había hasta el muelle, donde a través de una escalera de piedra, los condujeron a un hotel resguardado por altísimos muros, que tenía, además de un zoológico, una india que cocinaba en una ruca y un chamán
Solo nosotras sabíamos que lo que los turistas veían como original era un burdo decorado, construido especialmente para que pudieran vivir la experiencia que treinta años atrás cualquier visitante tenía gratuitamente y sin intermediarios. Paradojas del turismo.