Por Cecilia Sorrentino
En La palabra heredada, las memorias que Eudora Welty escribió a sus 75 años, encontramos otro elocuente relato para estos apuntes:
“Cuando compramos nuestro primer automóvil bueno, adoptamos la costumbre de invitar a uno de nuestros vecinos a pasear en él con toda la familia los domingos por la tarde. En Jackson se consideraba una afrenta a la comunidad marcharse de viaje o de excursión con un asiento vacío en el coche. Mi madre se sentaba en la parte de atrás con su amiga; alguien me recordó no hace mucho que, de niña, yo pedía sentarme entre las dos y, cuando partíamos, ordenaba: “Ahora, hablad”.
En cada instante del relato de aquella señora los diálogos brotaban por doquier: “Dije…”, “dijo él…”, y me han dicho que se limitó a decir…”, “Llegó la medianoche antes de que lo oyeran, ¿y quieres saber qué oyeron?”
Lo que más me fascinaba de sus cuentos era que todo ocurría en escenas. Puede que no consiguiera enterarme del todo de lo que fuera que hubiese ocurrido, pero mi oído reconocía en esos relatos un fuerte componente de teatralidad. Recuerdo que ella anunciaba a menudo: “¡Y aquí llega la crisis!”
El texto nos permite hacer foco en dos aspectos del proceso creador. El primero de ellos tiene que ver con el modo en que la memoria –fuente originaria de la acción creadora– guarda lo vivido.
Eudora Welty esboza una enumeración de intenciones, vicisitudes, acciones y consecuencias que daban forma a aquellas conversaciones que la tenían como testigo voluntario. El hecho de que todo ocurriera “en escenas”, ejemplifica con claridad el modo como significamos la realidad construyendo tramas narrativas y, al mismo tiempo, el modo como la memoria, lejos de acumular datos aislados o conceptos abstractos, sólo conserva historias.
Nuestro primer modo de conocer y también el modo más antiguo de conocimiento humano es el de contarnos y contar historias. Lo recordado del ir viviendo es siempre algo particular que guardamos como acontecimiento, escena, imágenes asociadas por analogías. La posibilidad de recordar depende de esa trama narrativa: conservamos escenas en las que algo inesperado sucede, algo está a punto de suceder o algo sorprendente sucedió; particularidades del relato a las que Joyce definía como “epifanías de lo ordinario”.
El segundo aspecto que podemos señalar en el recuerdo de aquellos viajes tiene que ver, con lo casual que se convierte en destino –como diría Paul Ricoeur–, con la construcción de la identidad personal.
La vida de cada uno de nosotros va creando a través del tiempo la coherencia de una historia en la cual somos el personaje principal. Y es desde la singularidad de ese “personaje” que vivimos e interpretamos lo vivido.
En el recuerdo que Eudora guarda de sí misma –pequeña y sentada en el asiento del auto nuevo entre su madre y una amiga a quienes ordenaba: ¡ahora, hablad!– resulta luminoso entrever a la escritora y subrayar, no sólo el modo en que un niño o una niña perciben el mundo, sino el modo en que comienzan a reconocerse a sí mismos en él.
Veamos este otro párrafo de recuerdos:
“Cuando tenía seis o siete años, un “soplo en el corazón” –así lo describió el médico- me apartó de la escuela obligándome a pasar varios meses en cama. Me sentía estupendamente, tal vez demasiado. Me invadía el suspense. En cualquier caso ello me permitía pasarme el día entero en la cama de matrimonio de mis padres, en el dormitorio que se asomaba a la fachada principal de la casa.
(…) Después de que me dijeran buenas noches y me arrebujaran bien en el embozo –aunque de sobra sabía que, en cuanto me hubiese dormido, me tomarían en brazos y me devolverían a mi cama-, mis padres envolvían la pantalla de la lámpara con una hoja de periódico, inclinado como el ala de un sombrero, permitiéndoles a ellos continuar sentados en sus mecedoras, en la zona iluminada de la habitación, mientras yo me fingía dormida en la penumbra segura del lecho. En ese momento comenzaban a hablar. Lo que se me otorgaba en aquellas ocasiones, como si de un regalo teatral se tratara, era la segura sensación de la que goza el observador oculto”.
Cuenta Eudora que durante aquellas noches, nunca llegó a comprender de qué hablaban sus padres, ni se le reveló ningún secreto, y que la importancia de aquel recuerdo radica en el placer que experimentaba al verse en su posición de “ojo atento”; en la intensidad con la que vivía el momento de lograr cierta distancia y observar.
En el presente de estas memorias, Eudora Welty reconoce que situarse en el punto de vista del “observador oculto” resulta una experiencia privilegiada e imprescindible para que el escritor aprenda a “enfocar”, en el entorno de su realidad, las contingencias del acontecer humano.