Por Hugo Correa Luna
El problema con los lugares comunes es que, mientras escribimos, ahí están, agazapados, esperando saltar al texto; son como imanes. Algunas palabras los tienen escondidos detrás y muy dispuestos. Cuántas veces, detrás de “calva” acecha “incipiente”, o de “temor” espera “atávico”; la cualidad está siempre deseando tomar vida a través de un sustantivo y los usos y costumbres hacen a veces que algunos adjetivos tengan el hábito de acompañar a determinados sustantivos, como el caso de “incipiente” o “atávico”. Parece que esa unión fuese la que les da vida.
Pero ocurre como en la fábula del escorpión y la rana. Tenemos, por ejemplo, una cara con arrugas, pero ese acechante enemigo, el lugar común, pide espacio y se instala rápidamente bajo la forma de “rostro surcado de arrugas”. Y esa cara, en lugar de tomar vida, muere.
¿Por qué ocurre esto? En la escritura solemos buscar el rasgo singular, aquello que hace únicos un momento, un objeto, una circunstancia, un personaje. Esas arrugas pueden ser las que le den a una cara su singularidad, pero “rostro surcado de arrugas”, por repetido, por oído tantas veces, remite antes a la generalidad de caras arrugadas. También es cierto que algunos sustantivos parecen no admitir demasiadas cualidades: las calvas suelen ser lustrosas, lisas, redondas… incipientes, pero habría que buscar una variante para expresarlas.
Es claro que nos podríamos preguntar por qué existen los lugares comunes si resultan tan dañinos. En realidad, nacen de su exacta eficacia para sintetizar una idea. Aquel que utilizó por primera vez una expresión como “no tiene los patitos en fila” o “le faltan dos jugadores” nos sorprendió con su lucidez, incluso nos gustó tanto que nos dio placer volver oírla y hasta nos animamos a usarla, pero empezamos a cansarnos y le buscamos variantes como “no le llega el agua al tanque” y actualmente en eso reside todo, en arrancarle nuevas variantes. Como en los chistes buenos que, al repetirse, dejan de hacernos gracia.
Por supuesto, no sólo residen en la comunión sustantivo/adjetivo, sino en todo tipo de construcciones: “mostrar signos de cansancio”, “estar entre la espada y la pared”, “un pecado de juventud”, etc.
Pero ese imán que tienen dejó de residir en su eficacia –que, como dijimos, en sus orígenes tuvo–, ahora en realidad se pega, porque a fuerza de conocido, de repetido, lo tenemos en la punta de la lengua, y como muchas veces, mientras escribimos, no pensamos sino que vamos corriendo detrás de las imágenes, los muy traidores se cuelan. No hay problema. Pero vayamos tras ellos con la desmalezadora cuando leemos lo que escribimos. A veces, los lugares comunes tienen otro recurso para colarse: el “ser típicos de la literatura”. Así, venden una suerte de prestigio: son los lugares comunes cultos, “el rostro en forma de corazón”, “el viento azotaba…”, etc. Pero por más que se vistan de seda, lugares comunes se quedan.
La explicación de ese daño que causan es sencilla: un discurso de frases hechas pierde singularidad, se sume en un habla común impersonal; de algún modo, parece como si la lengua hablara sola y acudiera a la combinación de frases que tiene más a mano, produciendo el efecto de un habla boba.
También es cierto que cada palabra, en rigor de verdad, es un lugar común. Esto es necesariamente así. Un lugar de encuentro con algún tipo de significación previa. La palabra “arrepentimiento”, en sí, la entendemos todos, nos es común: remite a todas las arrepentimientos, a todas las experiencias del arrepentirse, pero el escritor necesita hablar de un determinado arrepentimiento en un momento dado y sufrido por un personaje o por sí mismo o quien sea. Así, lo rodeará de manera que adquiera su singularidad o buscará alguna expresión que lleve a eso, aquello único. Entonces, si se trata de un “hondo arrepentimiento”, lo que habremos hecho es despegarlo, por ejemplo, de los “arrepentimientos infinitos”, o de los “arrepentimientos tardíos”, para que quede en el extensísimo casillero de los “arrepentimientos hondos” (o “profundos”), pero todavía estaremos muy lejos de haberle encontrado su singularidad. Si leemos un ejemplo del Arcipreste de Hita –nos vamos al siglo xiv–, vemos con cuánta simpleza representa el arrepentimiento: “Y por lo hecho, no estés mano en mejilla”. Incluso, es tan directo, tan eficaz, que parece mentira que no se haya convertido en un lugar común.
¿Nunca hay que usar lugares comunes? La palabra “nunca” anticipa en el consejo, en la norma, una prohibición, y en literatura nada, absolutamente nada está sujeto a prohibición, nada es bueno o malo “per se”, sino en todo caso estará bien o mal usado. Abelardo Castillo prohíbe la palabra “sendero” en la Argentina, pero ahí está uno de los mejores cuentos de nuestra literatura: “El jardín de los senderos que se bifurcan”, de Borges. El propio Borges desaconseja el comienzo de la frase con un gerundio, pero después nos encontramos ya desde el título con Matando enanos a garrotazos, de Laiseca. Lo mismo pasa con los lugares comunes: en el humor, por ejemplo, son muy eficaces, y si no, léase “El tío Facundo” de Isidoro Blaisten. También suelen aparecer a través de la ironía: cuando Sebastián Robles titula su libro Los años felices, hay allí una gran ironía, que además juega con otro lugar común que empieza a imponerse para hablar de los noventa: la segunda década infame.
Por mi parte, cuando recurrí a la fábula del escorpión y la rana, de algún modo ingresé en el territorio del lugar común. Pero es que justamente mi intención era aprovechar su poder explicativo y no me estaba refiriendo a un caso en particular, sino que iba hacia la generalización, para lo cual, sin abusos, el lugar común es aprovechable
Así, las cosas, con los lugares comunes. Son simples automatismos y, en consecuencia, necesariamente aparecerán cuando hablamos o escribimos entregados a cierta velocidad o falta de vigilancia de la palabra, más bien asediados por la idea que siempre quiere escapársenos. Así que se trata de barrerlos después, en la lectura.