Foto gentileza María Aramburú
Por Cynthia Rimsky
La relación con la naturaleza es algo extraño, pensé, mirando los “Lounges” en el camino de Puyehue a Osorno. Históricamente los santiaguinos acostumbran vacacionar en el sur. Como muchos de ellos emigraron hacia la capital desde las provincias, al llegar el verano volvían con sus familias a visitar a los parientes que permanecieron en el sur.
En los relatos de esas vacaciones aparece la matanza de un chancho o de un cordero con el consiguiente asado, baños en el río, largas siestas, recolectar moras y manzanas, cocinar mermeladas, ayudar con la chicha, la cosecha, carreras a la chilena; comer pan amasado, humitas, cazuelas, charquicán y tener sobremesas llenas de recuerdos y pelambres, en las que los sureños reforzaban su opinión de que serían incapaces de soportar el ajetreo de Santiago y los capitalinos, que la tranquilidad y belleza del campo eran imprescindibles… por algunas semanas. Aun así, al regreso, en algunos autos se colaba un sureño atraído por el relato de vivir en el centro del país. En Santiago los veraneantes constataban que tenían varios kilos demás y las familias en el sur que las alacenas estaban vacías: “Parece que allá no se come”.
La industria turística impuso entre los seres humanos y la experiencia de la naturaleza, el dinero. Las orillas de los lagos se llenaron de casas privadas que impiden el libre acceso a las playas y todo lo que antes se hacía naturalmente ahora tiene un valor comercial. Por la red me entero que los lounges nacieron en Nueva York. A mediados de los 90 el gobierno alzó los impuestos de los locales nocturnos donde tocaban música fuerte y se bailaba, obligándolos a cerrar. A partir de eso surgieron lugares donde se podía comer suave, liviano, y se escuchaba música bajita.
Es difícil pensar cómo esos lugares surgidos de una prohibición a la agitada vida neoyorkina vinieron a recalar al sur de Chile para ofrecer “un espacio de ocio especialmente pensado para disfrutar a un tiempo de la fusión de los mejores valores gastronómicos, paisajísticos y culturales en un ambiente cómodo, relajado y vanguardista”. O sea que los lounges construyen sobre la tranquilidad y la belleza del sur, un espacio bello y tranquilo por el que se debe pagar.
Es curioso lo que vamos a buscar en la naturaleza. La fruta que antes sacábamos del árbol nos parece menos emocionante que pagar por un día agricultural donde nos llevan en una mini van a una quinta y, con un canastito hecho en China, nos alientan a recoger manzanas de los árboles. La naturaleza parece haberse convertido en un producto más.
En los lugares pagos por los que pasé este verano me encontré con las huellas indelebles de los seres humanos que fueron allí buscando a la naturaleza y le dejaron su basura y su destrucción. En el primer camping, el encargado pasaba el día leyendo un best seller sobre los misterios de la Biblia. Cuando le hice notar los papeles con caca y orina diseminados por doquier, contestó: “así veranea la gente”.
El segundo camping, cerca de la ciudad de San Martín en Argentina, también pertenece a una Reserva Nacional, pero la propietaria está allí desde antes que el Estado lo expropiara a su abuelo. No hay un solo papel. Con ingenio usan la basura para calentar el agua, que llega gracias a la rueda de un molino y que les permite regar el pasto y las flores que comen las liebres a su paso. La propietaria me contó que cuando su madre la llevó a la escuela en San Martín, ella se agarró del auto y le gritó: “para qué me tuviste si me vienes a dejar aquí”.
La escuela representó para ella estar alejada de la naturaleza que amaba. Se casó, tuvo hijos, un negocio próspero y, al ver el estado en el que se encontraba el camping público, decidió abandonar el negocio, la familia, y asumir su concesión. “Estuve cuatro años llenando bolsas con la basura que dejó la gente mientras esto fue gratis”, me dijo aclarando que por favor no pusiera el nombre del lugar porque quería conservarlo a esa escala. Este año no sólo pasará el verano sino que con su marido vendrán a vivir aquí todo el año. “En el negocio tenemos hace 20 años un empleado chileno, le ofrecimos ser socio con el 50 por ciento; él está feliz y nosotros podemos venirnos para acá”.
Una mañana de camino al baño la vi lavando los vidrios del restaurante. Los campistas aún no se habían levantado. La mujer se tomó un descanso, apoyó los brazos en la baranda de la terraza y contempló la naturaleza que viene disfrutando desde su infancia y que ahora pone a disposición de los que crecimos apartados de ella.